El Cuento

El Cuento

viernes, 16 de octubre de 2009

La gallina degollada

Horacio Quiroga



Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta.


El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.


Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.


El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.


Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?


Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.


Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.


—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.


El padre, desolado, acompañó al médico afuera.


—A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.


—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que?...


—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.


Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.


Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota.


Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!


Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.


Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más. Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.


No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.


Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.


—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.


Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.


—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.


Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:


—De nuestros hijos, ¿me parece?


—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.


Esta vez Mazzini se expresó claramente:


—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?


—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.


—¿Qué, no faltaba más?


—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.


Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.


—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.


—Como quieras; pero si quieres decir...


—¡Berta!


—¡Como quieras!


Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.


Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.


Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.


No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.


Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.


De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.


Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.


—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?. . .


—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.


Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!


—Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti. . . ¡tisiquilla!


—¡Qué! ¿Qué dijiste?...


—¡Nada!


—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!


Mazzini se puso pálido.


—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!


—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!


Mazzini explotó a su vez.


—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!


Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.


Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.


A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.


El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...


—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.


Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.


—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!


Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.


Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron;, pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.


Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.


De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.


Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio , y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.


Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.


—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.


—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.


—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.


Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.


—Me parece que te llama—le dijo a Berta.


Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Bertita a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.


—¡Bertita!


Nadie respondió.


—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.


Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.


—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.


Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:


—¡No entres! ¡No entres!


Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

CUENTO MODERNO






La evolución del cuento en la era moderna ha ido a la par de muchos de los fenómenos, adelantos y factores sociales. Se puede decir que a partir del siglo XIX, el cuento dejó de ser lo que era para convertirse en otra cosa. Y es que desarrolló características propias, un estilo muy personal y una autonomía de género que empezaron a diferenciarlo del cuento popular que hasta la fecha se practicaba. Quizás uno de los rasgos más significativos que adquirió fue que dejó de ser una narración moralizante, una historia con moraleja incluida. Dejó de educar reevaluando el sentido didáctico que tenía y empezó a caminar por terrenos pantanosos y más inhóspitos, cercanos a la condición humana. Desde luego que este cambio trajo consigo una propuesta estética diferente. Esta apuesta estética como de concepción, atrajo a nuevos lectores que vieron en él, un género renovado que contaba hechos sobrenaturales o reales, pero con una fuerza que era imposible eludir. El género se vio beneficiado por factores clave que lo harían convertir en un género mayor. El desarrollo de la imprenta y de las publicaciones en masa, la innovación de subgéneros como el policíaco, psicológico, terror, fantástico, hicieron que su evolución se diera con mayor rapidez. La gran cantidad de escritores que empezaron a practicar el género consolidó al cuento en la era moderna. El terreno era fecundo y estaba dado para que surgiera uno de los grades cuentistas de la historia: Antón Chejov. Este médico Ruso nacido en 1860 removió los cimientos del cuento. Para él la historia no tenía que empezar con “Había una vez”, ni ningún protocolo que paralizara el tiempo. Chejov iniciaba sus relatos de repente, como el fluir de la vida.

Era contundente el cambio en la descripción, los espacios, las acciones, los personajes, las circunstancias. Pero lo más arriesgado que realizaba era cuando concluía esas historias. Terminaba en forma elíptica, sin que el final importara mayor cosa porque lo peor estaba por comenzar. El lector completaba la historia. Chejov echó a andar la maquinaria estética y conceptual del cuento moderno. Posteriormente llegarían grandes cuentistas a lo largo del siglo XX, manteniendo el mismo concepto estético y de estilo como Kafka, Faulkner, Hemingway, Nabokov, Capote, Patricia Highsmith, Raymond Carver. Y latinoamericanos como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Juan Rulfo, Augusto Monterroso, Rubem Fonseca.

lunes, 12 de octubre de 2009

PARRICIDIO



La protección de sus abrazos y el amor de esa mirada me transportan al pasado. La espesura de la sangre y el cuchillo en su vientre me devuelven al presente. Es hora de correr.

                                                                                                           Keex Maalob

EL ESPEJO CURVO


Anton Chejov


Mi mujer y yo entramos en la sala. Olía a musgo y humedad. Millones de ratas y ratones echaron a correr cuando alumbramos aquellas paredes que durante un siglo entero no habían visto la luz. Cuando cerramos la puerta tras de nosotros, entró una ráfaga de viento y se arremolinaron los papeles, amontonados por los rincones de la estancia. La luz cayó sobre aquellos papeles y distinguimos viejas inscripciones e imágenes medievales. De las paredes, que el tiempo había puesto semiverdosas, colgaban los retratos de mis antepasados. Sus rostros tenían una expresión altiva, severa, como si quisieran decir:



-¡Buena azotaina te mereces, hermanito!



Nuestros pasos resonaban por toda la casa. A mis toses respondía el eco, el mismo eco que en otros tiempos había respondido a mis antepasados. …



El viento ululaba y gemía. Alguien lloraba en el tubo de la chimenea, con llanto en que se percibía una nota de desesperación. Gruesas gotas de agua repicaban en las ventanas oscuras, empañadas, y sus golpes llenaban el ánimo de tristeza.
-¡Oh, antepasados, antepasados! – dije, suspirando profundamente-. Si fuera escritor, mirando los retratos escribiría una larga novela. Pues cada uno de estos viejos fue en su tiempo joven, y cada uno de ellos o ellas tuvo su novela… ¡y qué novela! Mira, por ejemplo, a esta vieja, mi bisabuela. Esa mujer tan fea y horrible tiene su novelita, que es de extraordinario interés. ¿Ves -pregunté a mi esposa-, ves el espejo que cuelga ahí, en el rincón?




Y señalé un gran espejo, con negro marco de bronce, colgado en un ángulo de la pared, cerca del retrato de mi bisabuela.



-Este espejo posee virtudes mágicas y fue la perdición de mi bisabuela, que lo compró por una cantidad enorme y no se separó de él hasta morir. Se miraba en el espejo día y noche, sin cesar; se miraba incluso cuando comía y bebía. Cuando se acostaba, siempre lo ponía a su lado, en la cama, y en trance de muerte pidió que lo colocasen con ella en el ataúd. No lo hicieron así sólo porque el espejo no cupo.



-¿Era coqueta? – preguntó la esposa.



-Admitámoslo. Pero ¿no tenía, acaso, otros espejos? ¿Por qué tuvo tanto cariño precisamente por éste y no por otro? ¿Le faltaban, acaso, espejos mejores? No, querida; aquí se esconde algún misterio terrible. No puede ser de otro modo. La leyenda dice que en el espejo hay un diablo y que mi bisabuela sentía debilidad por los diablos. Desde luego, esto es absurdo, pero no hay duda de que el espejo con marco de bronce posee una fuerza misteriosa.



Sacudí el polvo del espejo, lo miré y solté una carcajada. A mi carcajada, respondió sordamente el eco. El espejo era curvo y mi fisonomía se torcía en todas las direcciones; me vi la nariz en la mejilla izquierda; el mentón, desdoblado en dos, se me había desplazado hacia un lado.



-¿Qué gusto más raro el de mi bisabuela! -dije.



Mi mujer se acercó indecisa al espejo, también se miró en él, y enseguida ocurrió algo horrible. Palideció, se puso a temblar convulsivamente de pies a cabeza y lanzó un grito. Se le cayó de la mano el candelabro, que rodó por el suelo, y la vela se apagó. Quedamos sumidos en las tinieblas. En el mismo instante oí caer algo pesado: mi mujer se había desmayado.



El viento gimió aún más lastimeramente, empezaron a correr las ratas, entre los papeles se agitaron los ratones. Los pelos se me pusieron de punta cuando se desprendió el postigo de una ventana y se vino abajo. Por la ventana apareció la luna…
Levanté a mi mujer y la saqué en brazos de la morada de mis antepasados. No volvió en sí hasta el día siguiente, al atardecer.




-¡Ese espejo! ¡Dadme el espejo! -dijo al recobrar el conocimiento-. ¿Dónde está el espejo?
Durante una semana entera no bebió, no comió, no durmió, no hizo sino pedir que le trajeran el espejo. Lloraba a lágrima viva, se arrancaba los cabellos de la cabeza, se agitaba, y, por fin, cuando el doctor declaró que mi mujer podía morir de consunción, y que su estado era de suma gravedad, vencí mi miedo, bajé otra vez a la antigua mansión y traje de allí el espejo de la bisabuela.




Al verlo, mi mujer se echó a reír de felicidad; luego lo agarró, lo besó y se lo quedó mirando, clavados los ojos en él.



Han transcurrido ya más de diez años y sigue contemplándose en el espejo sin separarse de él ni un solo instante.



-¡Es posible que ésta sea yo? -balbucea mientras que en su rostro, a la vez que el color de la púrpura, aparece una expresión de dicha y arrobamiento-. ¡Sí, soy yo! ¡Todo miente, menos éste espejo! ¡Mienten las personas, miente mi marido! ¡Oh, si antes me hubiera visto, si hubiera sabido cómo soy en realidad, no me habría casado con ese hombre! ¡Es indigno de mí! ¡A mis pies han de humillarse los caballeros más apuestos, los más nobles!…



En cierta ocasión, estando de pie detrás de mi mujer, miré casualmente el espejo y descubrí el espantoso secreto. Vi en el espejo a una mujer de deslumbrante belleza, como nunca había encontrado en mi vida. Era un prodigio de la naturaleza, un armónico acuerdo de hermosura, elegancia y amor. Pero ¿a qué se debía aquello? ¿Qué había sucedido? ¿Cómo era que mi mujer, fea y torpe, pareciera en el espejo tan maravillosa? ¿A qué se debía aquello?



Pues a que el espejo curvo torcía el feo rostro de mi mujer en todos los sentidos y por este casual desplazamiento de sus rasgos, su cara resultaba preciosa. Menos por menos daba más.



Y ahora, los dos, mi mujer y yo, permanecemos sentados ante el espejo y lo contemplamos sin separarnos de él un solo minuto; la nariz se me mete en la mejilla izquierda, el mentón, desdoblado en dos, se me desplaza hacia un lado, pero la cara de mi mujer es encantadora, y una pasión loca, insensata, se apodera de mí.



-¡Ja, ja, ja! -suelto riéndome a carcajadas como un salvaje.


Mientras mi mujer balbucea, con voz apenas perceptible:




-¡Qué hermosa soy!

 

DECÁLOGO DEL PERFECTO CUENTISTA (Horacio Quiroga)


I
Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios mismo.
II
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.
III
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.
IV
Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
V
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.
VI
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.
VII
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
VIII
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
IX
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.
X
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

domingo, 11 de octubre de 2009

¿Qué es el cuento?


El cuento es una narración corta. Es uno de los géneros más exigentes en la literatura y ha tenido grandes exponentes a lo largo de la historia como Chejov, Poe, Rulfo, Cortázar, Hemingway. Fantasía, terror, drama, realidad han escenificado este formato que se caracteriza fundamentalmente por su brevedad, precisión, economía de recursos y agilidad técnica. Es ahí donde radica su belleza estética y su sentido práctico. En la capacidad que tiene el autor de condensar en unas pocas páginas un universo completo. Podría decirse que el cuento es la carrera de los cien metros, mientras que la novela es una maratón. Es por eso que el escritor debe prepararse muy bien para narrar esa carrera de cien metros y ganarla. Los grandes maestros del cuento saben esto de memoria y en muchas de las recomendaciones que dan a jóvenes escritores está la eficacia. No irse por las ramas, dar con la flecha en el centro o derribar al contrincante de un knock-out técnico. Para lograrlo hay que conocer ciertas características que presenta y que lo hacen diferente de una crónica, poema, o un relato periodístico.


1. El cuento es un género narrativo. Esto quiere decir que describe sucesos fantásticos o reales, que les ocurren a unos personajes determinados.


2. Tiene un argumento definido. Como es un universo en miniatura, la estructura que lo antecede debe ser clara. Los hechos que se suceden tienen que ir entrelazados y en una línea ascendente de: Introducción — Nudo —Desenlace. Toda acción que se suceda va a producir consecuencias.


3. Presentar una fuerza centrípeta. Los elementos del cuento son como los hilos de una red de pescador, todos están fuertemente relacionados y están en función de una misma tarea: el argumento.


4. El manejo de pocos o un solo personaje. Por lo general, el cuento narra los hechos de un personaje que aglutina la historia. Sobre él sobreviene toda la carga dramática, los personajes secundarios iluminan ese dramatismo.





El cuento, a través de la historia ha tenido dos clasificaciones importantes: una es el cuento popular que es una narración apegada a las tradiciones y por lo general era de transmisión oral. En él entran los mitos, leyendas, cuentos fantásticos, de hadas y todas las recopilaciones populares.


La otra clasificación es el cuento literario. Éste ya está elaborado utilizando la escritura, se conoce a su autor y, como va impreso o escrito, no sufre modificaciones como ocurre con los cuentos populares.




Las ideas o temas para los cuentos pueden surgir de aneadotas, sueños, pesadilla, en fin. La fuente de la cual se sacan los argumentos es inagotable. Hay que desarrollar la capacidad de observación y estar pendiente de la realidad y fantasía. En cualquier lugar puede aparecer una buena idea para un cuento.